¿Cuál es el secreto de una relación duradera?
- J Frances
- 2 nov
- 10 Min. de lectura
«¿Cómo hicieron mis padres y otras parejas de su generación para permanecer casados durante décadas?» Me lo he preguntado infinidad de veces. Su resistencia, tan distinta de los vínculos frágiles que solemos ver hoy, a veces parece casi mítica. Mi respuesta habitual solía girar en torno a una explicación principal: las normas sociales, ancladas en la religión, la tradición y, con frecuencia, la represión, hacían inconcebible, y costoso, romper un matrimonio. El divorcio estaba estigmatizado, incluso demonizado. Separarse era invitar al juicio, la vergüenza y la dificultad.
Pero esas normas, que antes parecían de hierro, ya no tienen el mismo peso. Para amplios sectores de la sociedad actual, ni aplican ni resuenan. Mucho del andamiaje cultural que sostenía a los matrimonios prácticamente se ha desvanecido, y así como las parejas se forman con relativa facilidad, también se disuelven con la misma rapidez. Surge entonces la pregunta apremiante: ¿cuál es la “fórmula secreta” para disfrutar de una relación duradera en nuestro mundo contemporáneo?
No pretendo haber encontrado la receta definitiva. Sin embargo, después de muchos intentos y tropiezos, de pérdidas, de idas y vueltas y aprendizajes ganados a pulso, me siento capaz de escribir con algo más de claridad acerca de ciertos ingredientes que, creo, resultan esenciales.
Cuando dos personas se encuentran, lo que surge es mucho más que la simple unión de dos individuos. Una relación crea una nueva entidad, un espacio compartido que enriquece y desafía a ambos. En este sentido, una relación es un laboratorio vivo, un aula de transformación donde se vuelven posibles el crecimiento, la sanación y la maduración. Nos pide lo que la vida en soledad rara vez exige: paciencia, compromiso, honestidad y vulnerabilidad.
Todos sabemos que, en la elección de una pareja, suele haber un “algo” difícil de explicar: un magnetismo que desafía la lógica. Los psicólogos lo llaman “limerencia”: esa mezcla embriagadora de deseo, proyección y fantasía que colorea los primeros pasos del amor. Ese impulso, parte físico y parte emocional, explica por qué al inicio podemos ver al otro con lentes distorsionados, a veces con efectos maravillosos y a veces con sensaciones de peligro.
Por eso, quienes se emparejan más tarde en la vida, ya con más experiencia a cuestas, suelen estar mejor preparados para reconocer sus sesgos y no dejarse cegar tan fácilmente por el embrujo de la ilusión. Y aun así, por más sabiduría que tengamos, nadie escapa del todo al hechizo de los comienzos. Todos somos humanos: caemos, proyectamos, soñamos. Como recuerda Alain de Botton: “Nos enamoramos de la persona que creemos que puede completarnos, pero es una ilusión peligrosa, porque nadie puede completarnos por entero.”
Con el tiempo, lo que antes deslumbraba puede empezar a desvanecerse. Surgen aspectos ocultos: manías, heridas, incompatibilidades. El encanto inicial cede paso a la realidad. Y es en esta transición donde una relación se pone realmente a prueba.
Lo ideal es que la unión de una pareja nos sume, que añada a nuestra vida más de lo que reste. En la columna de los pros encontramos aspectos como alegría, compañía, intimidad, apoyo, o aventuras compartidas. Muchos de estos regalos también los ofrecen las amistades, pero el vínculo de pareja se distingue por su intensidad, su frecuencia y, a veces, por el propósito casi sagrado con que se intercambian.
En la columna de los contras, en cambio, aparecen la necesidad de compromiso, la pérdida de cierta libertad, los choques de personalidad y las expectativas divergentes. Estos no son accidentes: forman parte de la arquitectura misma de una relación humana. Como escribió Rainer María Rilke: “Amar a otro ser humano quizá sea la más difícil de todas nuestras tareas, la prueba suprema, la obra para la cual todo otro trabajo no es más que preparación.”
Veamos algunos de estos retos más de cerca. La necesidad de compromiso surge cuando chocan los perspectivas, deseos o puntos de vista de cada uno. A veces son asuntos triviales (salir o quedarse en casa, por ejemplo) y otras veces, cuestiones profundas que involucran identidad, valores, o libertad. Un compromiso genuino no se reduce a negociar; descansa en una conexión compartida, en un propósito común lo bastante amplio para que ceder ocasionalmente no sea visto como una pérdida, sino como una afirmación de la fuerza de la unión.
Junto a este reto del compromiso aparece la preservación de la individualidad. Hoy solemos llamarlo “mi espacio”: el recordatorio de que, aunque compartamos vida con alguien, seguimos siendo personas completas, con ritmos, intereses y mundos interiores propios. “Mi espacio” irremediablemente va a ser diferente del espacio del otro. Yo suelo pensar en esto como un diagrama de Venn: un círculo para “lo mío”, otro para “lo tuyo” y un área intermedia que se solapa para “lo nuestro”. La salud de la relación depende de cómo se respeten y equilibren esos espacios. Detrás de nuestra opinión sobre dichos espacios, probablemente encontraríamos un conjunto de creencias no cuestionadas.
Es tentador creer que el amor por sí solo basta para sostener el equilibrio entre los diferentes espacios. Pero el amor, en su arranque, es más semilla que árbol. Su potencia está allí, pero necesita cuidados constantes. Comprensión mutua, comunicación y perdón son el sol y el agua sin los cuales esa semilla se marchita. El amor no es solo un sentimiento; es también una responsabilidad.
El amor auténtico no exige renunciar a nuestra libertad e individualidad. La verdadera intimidad florece cuando dos personas se eligen, no por miedo ni dependencia, sino desde una plenitud interior que respeta dicha individualidad. Es por eso que el autoconocimiento es clave: cuanto más nos entendemos y aceptamos, más capaces somos de encontrarnos con otro en profundidad. Las heridas no resueltas que cargamos dentro inevitablemente resurgen en la pareja, exigiendo sanación en algún punto. En este sentido, la relación se convierte en un espejo: nos revela tanto nuestras fortalezas como nuestras tareas pendientes.
Tampoco podemos olvidar que las relaciones están mediatizadas por el contexto cultural de la época. Las presiones económicas, los cambios en los roles de género, las distracciones tecnológicas y la velocidad de la vida moderna pesan sobre las parejas de hoy de un modo distinto al que lo hicieron en generaciones anteriores. A la vez que lidiamos con nuestra historia personal, también navegamos las corrientes colectivas de nuestra era. Algunas impulsan el crecimiento; otras empujan hacia la fragmentación.
En la generación de mis padres, por ejemplo, el espacio de “lo nuestro” ocupaba casi todo. Las mujeres, sobre todo, estaban llamadas a encoger su espacio de “lo mío” para alimentar el espacio compartido. Hoy, con toda razón, las mujeres han reclamado su propio espacio, buscando un “nosotros” más equitativo. Pero este progreso, necesario y justo, también ha hecho que el balance sea más complejo.
Una de las personas en la pareja puede desear trazar un amplio ámbito de espacio personal, mientras que la otra puede apoyarse mucho más en la vida en común. Entre estos polos es posible un abanico de paradigmas. En algunas parejas, ambos miembros valoran espacios personales amplios, dejando que la vida en común ocupe únicamente lo que resta, un arreglo que, llevado al extremo, puede parecerse a la dinámica de “amigos con beneficios”. En otros casos, ambos subordinan de manera voluntaria su individualidad a la vida de pareja, permitiendo que lo compartido consuma casi por completo su existencia. También puede suceder que uno de los miembros se adapte, consciente o inconscientemente, a las decisiones del otro, o que, en contraste, uno de ellos reclame un espacio personal mucho mayor del que el otro está dispuesto a conceder. Finalmente, algunas parejas ajustan de manera flexible y oportunista el equilibrio entre sus espacios, modulando el peso relativo de cada uno según lo exijan las circunstancias.
Cada modelo conlleva sus propios riesgos. El primero, aunque refleja un paradigma moderno, puede socavar el propósito mismo de una unión comprometida, relegándola a los márgenes. El segundo asfixia la individualidad, dejando sin oxígeno el crecimiento personal. El tercero se asemeja a un accidente esperando ocurrir, pues pocas personas, salvo quizás las más evolucionadas, están libres de ideas firmes sobre cómo “debería” ser una pareja. La aparente estabilidad de los dos primeros escenarios se desvanece a medida que se acercan a sus respectivos extremos. El cuarto y el quinto, en cambio, pueden ser inestables por diseño, generando expectativas contrapuestas que erosionan rápidamente la confianza.
Si existe un camino más sostenible, por tanto, parecería situarse no en los extremos de los dos primeros paradigmas mencionados, sino más cerca de algún punto intermedio. Sin embargo, incluso aquí el desafío es considerable: una distribución equilibrada del espacio personal y de pareja requiere un acuerdo sustancial sobre cómo ponderar cada uno, una tarea que rara vez es simple, incluso en las mejores circunstancias. El compromiso en esta área puede ser traicionero: ceder frente a las propias inclinaciones puede preservar la relación por un tiempo, pero con frecuencia resulta ser más intención que realidad. Además, el punto de equilibrio rara vez es fijo. A medida que cada miembro de la pareja evoluciona, también lo hace la línea divisoria entre sus espacios, que puede desplazarse de manera desigual a lo largo de distintos ámbitos de la vida: mayor independencia en algunas áreas y mayor fusión en otras.
Todo esto puede hacer que las relaciones modernas parezcan frágiles, predispuestas al fracaso. Pero la verdad es que las relaciones siempre han sido difíciles. Pretender crear una entidad armónica a partir de dos individuos que, a menudo, ni siquiera están en paz consigo mismos, es una tarea monumental. Casi imposible, podría pensarse, salvo que la pareja haga un uso constante e inteligente de virtudes como la paciencia, la humildad, la flexibilidad y la sabiduría.
Y, sin embargo, a pesar de todos los desafíos que plantean, las relaciones también nos ofrecen un tesoro invaluable. Más allá de la compañía, son un espejo privilegiado para conocernos y un camino hacia una individualidad más plena, capaz de abrazar no solo al ser amado, sino también al mundo entero.
Esto nos lleva, una vez más, al espinoso tema de la libertad personal. Con frecuencia sentimos que esta se ve reducida dentro de una relación. Pero la libertad en el amor no es una licencia para hacer lo que queramos; es una elección: la elección consciente de unir destinos, de comprometerse, de invertir en la unión. Cuando entramos libremente en una relación, no estamos renunciando a la libertad, sino ejerciéndola de la manera más profunda: decidiendo compartir el camino con otra persona.
Por supuesto, vida compartida no significa vida idéntica. Una pareja sana sabe dar espacio a intereses propios, a los pasatiempos del otro, a un viaje con amigos, a un fin de semana en soledad. El arte está en discernir cuándo la independencia alimenta el amor y cuándo lo erosiona.
El pasado también juega su papel. Lo vivido rara vez queda totalmente atrás: inevitablemente se entreteje con el presente. De allí la importancia del diálogo abierto. Las parejas inevitablemente se enfrentan a situaciones en las que uno de los miembros desea dedicar tiempo, atención o recursos a asuntos o personas de su vida anterior (asumiendo, por supuesto, que tales deseos no contravengan acuerdos o expectativas razonables dentro de la pareja). En estos momentos, la comunicación abierta se vuelve esencial. No solo es razonable, sino también constructivo, consultar la opinión de nuestra pareja cuando los planes del pasado se mezclan con el presente. En una relación sana y de apoyo mutuo, los miembros actúan naturalmente como cajas de resonancia, ofreciendo perspectivas, orientación o simplemente un oído atento. El ejercicio de las libertades personales debería sentirse orgánico, al igual que la comunicación que lo acompaña. Cuando se comparten de manera natural, estas prácticas fortalecen el espacio del “nosotros”, cultivando la conexión sin disminuir la individualidad. Si dicha apertura y reciprocidad están ausentes, o si uno de los miembros no está dispuesto a comprometerse de esta manera, entonces sería legítimo cuestionar el propósito de la relación. Una relación de pareja prospera no simplemente coexistiendo, sino integrándose activamente el uno al otro en la vida que decidimos compartir.
Aunque parezca una reducción simplista, las relaciones pueden llegar a verse como cuentas bancarias: se nutren de depósitos y se vacían con retiros. Los depósitos son gestos de cuidado, consideración, atención, afecto, y apoyo. Los retiros, en cambio, son las demandas, las necesidades, las peticiones, o las expectativas. Para que una relación sea sana, ambos deben aportar (depositar) con regularidad. Si uno siempre da y el otro siempre toma, el desequilibrio y el resentimiento no tardan en aparecer.
Algunas personas, ya sea por su educación o por temperamento, tienen dificultades con esta reciprocidad. Pueden justificar su falta de inversión en la relación apelando a la libertad personal, o bien compartimentando el amor en un rincón de su vida, sin mezclarlo con otras áreas como amigos, familia o trabajo. Algunos pueden interpretar este enfoque impermeable hacia las relaciones como un signo de desapego y madurez. Desapego hay, sin duda, pero no necesariamente madurez. Como dijo Carl Jung: “Donde gobierna el amor, no hay voluntad de poder; y donde predomina el poder, falta el amor”. El verdadero amor requiere mutualidad, no distancia.
Para ser claros, no todo aporte (deposito) debe ser material o de alto impacto. A menudo, los gestos más pequeños (un oído atento, una mirada afectuosa, o un acto de consideración) son los más poderosos. Pero deben ser consistentes y fluir de ambos lados. De lo contrario, la relación puede volverse más parasitaria que simbiótica.
Es evidente que, más allá de nuestras tendencias individuales hacia depósitos y retiros, los rasgos de personalidad de cada miembro ejercen una influencia profunda sobre la salud y trayectoria de la relación. Consideremos, por ejemplo, los contrastes entre introversión y extroversión, egoísmo y altruismo, intensidad y calma, apertura y estrechez de miras, optimismo y pesimismo, o neurosis y ecuanimidad. Cada uno de estos rasgos puede amplificar o mitigar las dinámicas de dar y recibir dentro de la relación, moldeando cómo los miembros interactúan, responden a los desafíos y nutren, o agotan, el espacio del “nosotros”. Combinadas, estas diferencias crean un vasto paisaje de posibles escenarios: algunos armoniosos, otros cargados de tensión, y otros equilibrados solo de manera intermitente. En efecto, la compatibilidad en una relación rara vez es un asunto simple de valores o intenciones compartidas; es un cálculo complejo de carácter, temperamento e interacción de fortalezas y vulnerabilidades. Navegar por este intrincado terreno es tanto el desafío como la fascinación de las relaciones de pareja, revelando que ninguna relación es idéntica a otra y que comprenderse requiere tanto paciencia como perspicacia.
Al final, una relación de pareja es un viaje de autoconocimiento. A través del otro descubrimos quiénes somos realmente. Vemos nuestras limitaciones y también nuestra capacidad de trascenderlas. Como escribió Kierkegaard: “El estado más doloroso de la existencia es recordar el futuro, en particular el que nunca tendrás.” Evitar el amor por miedo al sufrimiento quizá sea negarnos la plenitud de la vida.
La tarea, entonces, no es eliminar las dificultades, porque son parte intrínseca de toda relación, sino afrontarlas con madurez, paciencia y consciencia. Como dijimos anteriormente, una pareja no es solo dos personas que conviven: es una entidad viva, frágil y resiliente a la vez, exigente y generosa. El espacio de “lo nuestro” debe sentirse como un hogar: seguro, nutritivo, vibrante. Pero nunca como un sustituto de la responsabilidad individual de cultivar nuestra propia felicidad.
El amor florece no cuando dos mitades buscan completarse, sino cuando dos seres completos deciden compartir. Las relaciones, como la vida misma, no ofrecen garantías. Solo nos piden intención, esfuerzo y presencia. Y quizá allí, en esa entrega sincera y constante, resida la “fórmula secreta”: en el coraje de amar plenamente, conociendo tanto los riesgos como las recompensas, y en la humildad de crecer juntos en el proceso.



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